En el granero de la esquina compró pan, dulces y cigarrillos.
A las ocho de la noche quedaron de pasar por él. Reyes y él se subieron a la volqueta municipal con el chofer de los lentes de culo de botella y el alcalde se fue guiándolos en una moto. Cuando cogieron carretera las luces del pueblo desaparecieron y sólo las estrellas y la luna alumbraban el camino. El hombre de la moto se devolvió, paró y recogió a
la mujer, Esmeralda se llamaba.
A ella la subieron en la volqueta como garantía para que el hombre no se fuera a volar. Él les entregó el papelito y dijo que debían pasarlo cuando llegaran al lugar donde estaban los computadores. Esos computadores los había comprado el colegio Ezequiel Hurtado, la junta de padres de familia y los estudiantes a punta de rifas, empanadas y bingos.
En mitad de la nada y después de haber viajado por muchas horas leyeron un letrero que decía “La Palma”. Más adelante había una escuela, se supone que allí debían llegar, ellos pitaban y pitaban para que no les fueran a disparar, o cualquier cosa que pudiera pasar. No salió nadie. Más adelante salieron dos de ellos. Cuando el camión paró les dijeron que no hicieran bulla, que dejaran de pitar y que se devolvieran a la escuela.
Cuando llegaron a la escuela, Jhony los recibió.
––¿A qué vienen? ––preguntó.
––Nos mandaron a llamar, venimos por los computadores del Ezequiel ––respondió Alfredo.
––Hay que esperar a que venga mi comandante–– dijo Jhony.
Cuando Alfredo miró hacia lo más oscuro de la escuela comprendió que había dos personas de civil que habían estado parados ahí desde que pasó la primera vez. Después, desde una montaña, empezaron a bajar muchos hombres más.
En medio de las conversaciones Jhony les contó que Silvia la debía, que Silvia la tenía que pagar, porque a la guerrilla nadie le quedaba debiendo, porque en las cuatro tomas anteriores a la de 1999 les habían matado a mucha gente,
que el pueblo era un lugar difícil estratégicamente, entonces por esa razón habían decidido traer gente de otras partes, más o menos unas tres mil personas.
Entre charla y charla el hombre grandote, el que vigilaba en silencio, lo llamó.
––Hermano, de pronto tiene un billetico, es que ando sin plata ––dijo.
––Claro, mano, aquí tengo cinco mil pesitos pero también traje cigarrillos ––respondió Alfredo.
––Gracias, mano, y no vaya a decirles a ellos que le pedí ––dijo él.
Alfredo y Reyes repartieron el pan, los dulces y los cigarrillos; mientras tanto Alfredo se fumaba uno con ellos y en seguida por el radioteléfono avisaron que ya llegaba el comandante.
Jhony era un opita bajo de estatura. Con la cara en oscuras por la luna de las cuatro de la madrugada el comandante había llegado. Los condujo por un sendero para que charlaran. Hablaron del Che, de Mao, un chistecito que otro.
––Verdad hermano, yo, yo admiro al Che Guevara, yo me leí los tomos de la revolución de Mao, me parece que es una cosa buena hacer una revolución por el pueblo, pero hermano, de allá, de la teoría a la práctica, es muy berraco. Para darle un ejemplo, me dicen a mí que se llevaron los computadores del colegio Ezequiel Hurtado, unos computadores que los hicimos a punta de empanadas, primero compramos uno, después tres, después seis; después rifas entre los padres de familia, un bingo. Lo que están es peleando con el pueblo, entonces, ¿contra quién es
que están peleando estos huevones? ––se le salió a Alfredo.
––¿Cómo fue que dijiste? ––dijo el comandante.
––Que ¿estos huevones contra quién es que están peleando?––repitió Alfredo.
––Cagada ¿no? La puta madre que eso es cagada ––rió el comandante.
––¿Cagada qué? ––respondió Alfredo ––¿lo que dije o qué?
––Los computadores, es que me habían dicho estos maricas que de ahí salían boletines de las autodefensas.
––No, pues más cagada todavía son los boletines de
los estudiantes. ¿Y sabe para qué compramos estos
computadores, comandante? Para que un hijo mío, un hijo del vecino, cuando vaya a la ciudad no le pasen un trapito y vea “limpie esos computadores”. No, sino para que él se siente y lo maneje ––dijo Alfredo.
––Es que esa es, compañero, es que esa es.
––Entonces pues nos vamos a llevar los computadores ––dijo Alfredo.
El comandante después de unos 30 minutos de charla
decidió que ya era hora de que se fueran y les advirtió que nunca contaran lo que habían visto y que ellos nunca habían ido por los computadores y que él nunca había hablado con ellos.
Alfredo y Reyes preguntaron que quién les iba ayudar a subir los computadores y les contestó que ellos mismos los tenían que subir y que ahí estaban los once computadores.
Alfredo le refutó y le dijo que eran doce. El computador de la secretaria también lo habían cogido. El comandante volvió
a insistir que eran once, así que él se quedó callado y lo aceptó. Pero en un impulso, Alfredo le pidió al comandante que le regalara un computador para el Ezequiel. Reyes le pegó un codazo y allí quedó la conversación.
Cuando iban de vuelta al pueblo, Alfredo lo único que
hacía era orar, porque a fin de cuentas habían estado en la boca del lobo y habían salido con vida. Cuando llegaron al pueblo les advirtieron al alcalde y a su esposa que no fueran a decir que ellos habían ido por los computadores, que no fueran a hablar. Al chofer de los lentes ‘de culo de botella’ le dijeron lo mismo, ellos jamás habían hecho ese viaje, el chofer tenía que dejar la volqueta en los garajes municipales y ¡listo!
Alfredo y Reyes se bajaron en Boyacá, en la casa de Reyes.
Frente a un Cristo que tenía se arrodillaron a orar. Reyes le ofreció aguardiente a Alfredo, se tomaron un sólo trago. A ninguno de los dos les gustó, tenían la adrenalina tan alta que no necesitaban de más.
Cuando Alfredo llegó a su casa, la mujer lo estaba esperando.
Le preguntó dónde había estado, si se había ido para el monte o qué había pasado. Alfredo le respondió que había estado en una reunión, que luego le contaba.
En esas salió él, su hijo, al que le había encargado la familia por si no regresaba, al único que le había contado para donde iba y al único que le había confiado la misión de no hablar mientras él no estuviera. Es poco afectivo, pero cuando vio a su padre de regreso, su cara se puso colorada y las lágrimas inundaron su rostro.
Tomado del libro
Entraron a la Casa
Escrito por:
Natalia Morales y Julián Gómez
Entraron a la Casa
Escrito por:
Natalia Morales y Julián Gómez
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