comerciante, vivo en Silvia en el barrio El Centro y mi
vida es trabajar en una droguería y pintar.
Silvia fue un pueblo excelentemente turístico, de mucha tranquilidad, su atracción no era la infraestructura hotelera, ni tampoco los sitios artificiales, sino su propia naturaleza, su misma geografía, su ambiente y su propio paisaje. Eso atraía a mucha gente, les ofrecía una maravilla natural prácticamente intocable y ese era uno de los atractivos más importantes porque el lugar expresaba mucha paz y mucha belleza.
Las comunidades indígenas que aún conservan sus
costumbres, sus atuendos y sus lenguas, hacen que
sea otro atractivo para las gentes y sobre todo si son de otros continentes. Silvia se caracterizó por ser un pueblo cosmopolita, llamémoslo así, empezando por las migraciones judías que inicialmente se tuvieron, más o menos de los años sesenta a los setenta, donde casi un 90% de los visitantes eran de origen israelí o de origen palestino.
Aunque venían de una zona de conflicto en el Medio
Oriente, aquí confluían y se unían los dos pueblos y se vivía en una paz muy agradable. Yo particularmente viví esa época como niño y como adolescente también porque yo fui tutor y les ayudaba a los hijos de ellos a repasar sus tareas en lo que respecta a las áreas de matemáticas, biología e inglés.
Luego viene en el año sesenta y ocho un Woodstock
pequeñito, aquí en Silvia, donde se hizo un concierto de todos los hippies de Colombia, incluso de Suramérica. Aquí hubo un epicentro de mucha paz, mucha marihuana y mucha música, pero el mensaje era la paz, el mensaje era el amor, era una época de gloria. Como niño me parecía que esto era muy lindo, muy agradable y las personas que venían me parecían muy especiales, muy espirituales, muy llenas de amor y desinhibidas de cosas materiales.
Posteriormente el pueblo se fue dando a conocer a través de unos folletos que tenían los americanos y todas las personas que salían de la guerra de Vietnam, que en ese entonces eran como los lisiados psicológicos que habían venido de semejante guerra tan cruel. Aquí venían a hacer terapia y venían orientados por una guía en la que se decía que Silvia
era un ‘polo de descanso’, en esa guía figuraba un famoso restaurante del pueblo que se llama La Parrilla.
Yo tuve mucho que hacer allí, porque dentro del poco
inglés que hablaba, me buscaban para que fuese el guía y también para que saliera en correrías con ellos. Me gustaban sus locuras, el hipismo y la vaina. Salíamos y era definitivamente muy, muy agradable este pueblo, definitivamente un ambiente muy rico. Para los colombianos, sobre todo para los vallecaucanos, este era el paraíso, aquí era como la sexta pequeñita, se veía todo tipo de carros y moda, porque aquí no había violencia, aquí no
había inseguridad y todos compartíamos con todos y
eso era una mezcla muy buena, muy armoniosa.
El turista traía dinero y venía a buscar su diversión y
también venía a buscar su descanso espiritual y emocional; y el original, el habitante silviano, el indígena, también se beneficiaba de eso. Los niños, por ejemplo, en sus vacaciones llevaban las riendas del caballo que habían alquilado a los turistas. No había miedo a secuestros, a extorsiones o a que hubiese robo o vandalismo.
Desde allí empezaba la industria, desde la casa. El niño que salía a vacaciones, salía a voltear, se ganaba sus pesos, llevando de la brida del caballo al hijo del turista o inclusive siendo guía dentro del mismo pueblo a otros turistas. No era una profesión definida ni había guías turísticos sino que era un brote espontáneo de la misma tranquilidad y de la
misma afluencia pública, del público hacia Silvia.
El conflicto se oía muy lejano, se oía hablar de la violencia casi que a través de los abuelos; primero de la violencia de los años cuarenta y cincuenta, esa violencia de los partidos de los godos y de los liberales; posteriormente se oía hablar mucho del ELN, de sangre negra, de los hermanos, que eran
muy sanguinarios, pero era más miedoso hablar del ELN que de las FARC.
Se oía mucho hablar de Tirofijo, incluso de que se la pasaba en Inzá, Belalcázar y río Chiquito en el Huila. Se decía que él era como el Robín Hood de la época, pero en este caso de los campesinos, no tenía esa connotación violenta sino que era como si fuera el más berraco de todos nosotros, es decir el que se arriesgó a coger las armas para no dejarse joder ni dejarse quitar las tierras, concepto con el que uno
en ese entonces comulgaba.
Yo fui uno de los de izquierda pura, ese concepto nos
parecía bien, era un movimiento ideológico, uno oía hablar de la chusma, de los chusmeros, de los bandoleros. Y el cuento era que por aquí pasaron y pasaron a caballo, pero uno se imaginaba a un chusmero todo zarrapastroso, violento, borracho, no con ideas.
Ser de izquierda en ese entonces era ser ANAPO y gustarle mucho Gustavo Rojas Pinilla. Rojas Pinilla era el Ché Guevara de Colombia porque los abuelos sentían que ellos habían sido Anapistas, hasta cuando el fraude ese de las elecciones que le roban. Cuando lo van a elegir de nuevo, ya sale el M-19 y empieza a hacer cambios políticos. El ejército para uno era miedoso porque los soldados eran los que tenían
las armas y eran igual de brutos, igual de violentos que los que decían eran de izquierda y la policía se mostraba terrible porque era como los chulavitas de antes.
Había una represión muy tenaz, represión brutal, de bolillo y de bala, no había una contraposición ideológica ni nada de esas cosas. Si sos de la izquierda te perdés, te desaparecés o te matamos y se acabó el cuento, eso era como querer aplastar las cucarachas sin razón alguna.
Antes y en esa época que está compaginada con la belleza que les estoy contando de lo que era Silvia, se llevaba en el país y en Suramérica la revolución de ese tipo, o sea ideológica. En literatura, por ejemplo, se oía hablar de un autor que lo consideraban muy tenaz y era Vargas Vila. A uno lo invitaban a que leyera sus libros porque la iglesia lo había censurado y a uno le tocaba leerlos por debajo de cuerda.
La violencia doméstica aquí no tocaba, se pensaba que Silvia era intocable, Silvia era como la joya de la corona para todos, parecía que la izquierda, los guerrilleros, habían hecho un pactito de que Silvia no se tocaba y en el fondo se sabía que Silvia pertenecía al M-19. Primero había pertenecido al ELN y el ELN se desplazó y Carlos Pizarro Leongómez había dicho que a Silvia no la tocan. Él se sentaba allá arriba, en una loma de esas de arriba y decía: “que pueblo tan hermoso, a mi a Silvia no me la tocan”.
Uno se imaginaba que un tiro era como sonaba en las
películas, los únicos tiros que uno oía eran los de las
películas, yo nunca había oído un tiro jamás, pero ahora desde niños los silvianos ya saben qué es una bala, qué es una bomba y aprenden a identificar los sonidos. Desde allí empieza el cambio de la realidad, el sonido, porque el sonido imprime miedo, imprime desazón, imprime una angustia tenaz, empieza a resquebrajarse todo lo que hay en Silvia, absolutamente todo.
La primera vez que sonó un tiro, uno no sabía ni qué hacer, ni cómo defenderse, uno se imaginaba que el techo se iba a abrir y que eso no lo iba a proteger a uno. Lo primero que nosotros hicimos fue meternos debajo de una alfombra con nuestros hijos, allí donde nos cogió, no cerramos puertas ni nadie cerró nada.
La gente empieza a correr despavorida y muchos, por
paradoja o por desconocimiento del tema, prefieren antes de ir a sus casas, correr hacia la estación de policía.
Eso era lo más increíble, la conducta se vuelve errática, impresionante, los policías disparándole a lo que se mueva y allá sonando unos tiros. El miedo más atroz, ¿quién será que está disparando? Uno se imaginaba a unos tipos barbudos que iban a venir a romper las puertas y a llevarse a las mujeres y a violarlas como en las películas, cortarles la cabeza a los niños y a uno también llevárselo con ellos.
Eso la primera vez, porque ahora uno no piensa, en ese momento uno se orina, no tiene palabras, los labios y la boca se resecan y el sentido de conservación es el que prima; porque uno busca un lugar donde no le caiga una piedra, donde no le caiga una bala, se siente más miedo que cuando tiembla la tierra y con eso le digo todo. Cuando pasa la primera vez uno no sabe ni qué hacer, la segunda uno ya va como asimilando, la tercera toma y la cuarta se
pueden identificar mejor, y ya la última uno ya no le da miedo sino una piedra la berraca.
De un tapete de paz, de un tapete de convivencia, de un tapete polifacético, de un tapete cosmopolita, ya no quedaba nada; se quebró totalmente todo eso y se volvió añicos, se fue todo para la mierda, llamémoslo así.
Después de esas bombas y después de todo eso, hubo un fraccionamiento social, político, religioso, psicológico, espiritual. A Silvia la desbarataron ciento por ciento y la volvieron nada.
Tomado del libro
Entraron a la Casa
Escrito por
Natalia Morales
Julián Gómez
Escrito por
Natalia Morales
Julián Gómez
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