lunes, 4 de mayo de 2020

A Z U L

Se sentía la mujer más sucia del mundo. En el hospital la cosieron y el cuñado, José Luis, la sacó por otra puerta para que la policía y los periodistas no le fueran a preguntar qué había pasado. De todas formas ella no sabía lo que le había pasado. No entendía por qué el ejército peleaba contra los policías. Ella creía que era el ejército pero era la guerrilla.
Lo que la hizo correr en medio de tanto ruido por en medio de un color azul espeso fueron sus hijos. Los tres niños que tenía la llamaban cada que se caía, sus caras aparecían en el aire y con dulce voz le decían ‘mamá’. Cada que pensaba que se iba a enfriar y que iba a entrar en coma para después morirse, aparecían.




Lo que había ocurrido fue una confusión. Los guerrilleros pensaron que iban policías en el carro dónde ella viajaba. Entonces desde la loma arrojaron una bomba. La bomba no estalló en el capó del carro sino en la cuneta al lado de la carretera porque había rebotado. Gracias a Dios fue así. Y de eso sólo quedó una pequeña cicatriz en su frente.
Cuando vieron a las mujeres y demás civiles caer a lo largo de la carretera, asustados, ellos gritaban que la habían cagado: “Hijos de puta, la cagamos, no son policías”. Pero ya qué podían hacer.
El lechero pasaba por el sitio, la montaron en el carro, en la parte de adelante con la finada Amparo Castillo. En la parte de atrás del vehículo se montaron los otros docentes que viajaban al curso que estaban haciendo. En el carrole pusieron guantes para que no se fuera a enfriar, y en su cabeza lo único que estaba, aparte de sus heridas eran sus hijos, su esposo y el miedo de quedar en coma. No pudieron devolverse para Silvia porque la guerrilla no dejó.
En Piendamó, la subieron en un Campero y la taparon muy bien con todas las chalinas que traían puestas. Llegaron a Popayán. En Silvia la noticia era que no había quedado nadie vivo. A su papá y a su esposo les prestaron un carro para viajar a ver qué encontraban. Y encontraron en la carretera vidrios, casquillos de bala y nada más. 
Su mujer estaba en la casa de una tía, Ligia se llamaba. Con un abrazo infinito, lleno de amor y angustia la encontró viva. A ella nunca se le olvidaría ese episodio de su vida. En sus sueños durante muchas noches lo volvió a vivir. Y se lo recordaron tres tomas guerrilleras y muchos hostigamientos más de los que ella y Silvia, Cauca, han sido víctimas. 



Tomado del libro
Entraron a la casa
Por Natalia Morales y Julian Gomez

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