viernes, 24 de abril de 2020

EL VIAJE

El silencio de la habitación, el mismo de aquel día, le hizo recordar que su padre se había ido alguna vez al monte. Ese día había llegado a la droguería el alcalde encargado con un papelito que decía “Entregar computadores”. Él, Alfredo, ya no era el presidente de la junta pero conocía al que era. Cuando llamaron al que era decidieron ir por ellos. Entonces Alfredo, su padre, le contó lo que estaba pasando.
En el granero de la esquina compró pan, dulces y cigarrillos.
A las ocho de la noche quedaron de pasar por él. Reyes y él se subieron a la volqueta municipal con el chofer de los lentes de culo de botella y el alcalde se fue guiándolos en una moto. Cuando cogieron carretera las luces del pueblo desaparecieron y sólo las estrellas y la luna alumbraban el camino. El hombre de la moto se devolvió, paró y recogió a
la mujer, Esmeralda se llamaba.
A ella la subieron en la volqueta como garantía para que el hombre no se fuera a volar. Él les entregó el papelito y dijo que debían pasarlo cuando llegaran al lugar donde estaban los computadores. Esos computadores los había comprado el colegio Ezequiel Hurtado, la junta de padres de familia y los estudiantes a punta de rifas, empanadas y bingos.

En mitad de la nada y después de haber viajado por muchas horas leyeron un letrero que decía “La Palma”. Más adelante había una escuela, se supone que allí debían llegar, ellos pitaban y pitaban para que no les fueran a disparar, o cualquier cosa que pudiera pasar. No salió nadie. Más adelante salieron dos de ellos. Cuando el camión paró les dijeron que no hicieran bulla, que dejaran de pitar y que se devolvieran a la escuela.

Cuando llegaron a la escuela, Jhony los recibió.
––¿A qué vienen? ––preguntó.
––Nos mandaron a llamar, venimos por los computadores del Ezequiel ––respondió Alfredo.
––Hay que esperar a que venga mi comandante–– dijo Jhony.
Cuando Alfredo miró hacia lo más oscuro de la escuela comprendió que había dos personas de civil que habían estado parados ahí desde que pasó la primera vez. Después, desde una montaña, empezaron a bajar muchos hombres más.
En medio de las conversaciones Jhony les contó que Silvia la debía, que Silvia la tenía que pagar, porque a la guerrilla nadie le quedaba debiendo, porque en las cuatro tomas anteriores a la de 1999 les habían matado a mucha gente,
que el pueblo era un lugar difícil estratégicamente, entonces por esa razón habían decidido traer gente de otras partes, más o menos unas tres mil personas.
Entre charla y charla el hombre grandote, el que vigilaba en silencio, lo llamó.
––Hermano, de pronto tiene un billetico, es que ando sin plata ––dijo.
––Claro, mano, aquí tengo cinco mil pesitos pero también traje cigarrillos ––respondió Alfredo.
––Gracias, mano, y no vaya a decirles a ellos que le pedí ––dijo él.
Alfredo y Reyes repartieron el pan, los dulces y los cigarrillos; mientras tanto Alfredo se fumaba uno con ellos y en seguida por el radioteléfono avisaron que ya llegaba el comandante.
Jhony era un opita bajo de estatura. Con la cara en oscuras por la luna de las cuatro de la madrugada el comandante había llegado. Los condujo por un sendero para que charlaran. Hablaron del Che, de Mao, un chistecito que otro.
––Verdad hermano, yo, yo admiro al Che Guevara, yo me leí los tomos de la revolución de Mao, me parece que es una cosa buena hacer una revolución por el pueblo, pero hermano, de allá, de la teoría a la práctica, es muy berraco. Para darle un ejemplo, me dicen a mí que se llevaron los computadores del colegio Ezequiel Hurtado, unos computadores que los hicimos a punta de empanadas, primero compramos uno, después tres, después seis; después rifas entre los padres de familia, un bingo. Lo que están es peleando con el pueblo, entonces, ¿contra quién es
que están peleando estos huevones? ––se le salió a Alfredo.
––¿Cómo fue que dijiste? ––dijo el comandante.
––Que ¿estos huevones contra quién es que están peleando?––repitió Alfredo.
––Cagada ¿no? La puta madre que eso es cagada ––rió el comandante.
––¿Cagada qué? ––respondió Alfredo ––¿lo que dije o qué?
––Los computadores, es que me habían dicho estos maricas que de ahí salían boletines de las autodefensas.
––No, pues más cagada todavía son los boletines de
los estudiantes. ¿Y sabe para qué compramos estos
computadores, comandante? Para que un hijo mío, un hijo del vecino, cuando vaya a la ciudad no le pasen un trapito y vea “limpie esos computadores”. No, sino para que él se siente y lo maneje ––dijo Alfredo.
––Es que esa es, compañero, es que esa es.
––Entonces pues nos vamos a llevar los computadores ––dijo Alfredo.
El comandante después de unos 30 minutos de charla
decidió que ya era hora de que se fueran y les advirtió que nunca contaran lo que habían visto y que ellos nunca habían ido por los computadores y que él nunca había hablado con ellos.
Alfredo y Reyes preguntaron que quién les iba ayudar a subir los computadores y les contestó que ellos mismos los tenían que subir y que ahí estaban los once computadores.
Alfredo le refutó y le dijo que eran doce. El computador de la secretaria también lo habían cogido. El comandante volvió
a insistir que eran once, así que él se quedó callado y lo aceptó. Pero en un impulso, Alfredo le pidió al comandante que le regalara un computador para el Ezequiel. Reyes le pegó un codazo y allí quedó la conversación.
Cuando iban de vuelta al pueblo, Alfredo lo único que
hacía era orar, porque a fin de cuentas habían estado en la boca del lobo y habían salido con vida. Cuando llegaron al pueblo les advirtieron al alcalde y a su esposa que no fueran a decir que ellos habían ido por los computadores, que no fueran a hablar. Al chofer de los lentes ‘de culo de botella’ le dijeron lo mismo, ellos jamás habían hecho ese viaje, el chofer tenía que dejar la volqueta en los garajes municipales y ¡listo!
Alfredo y Reyes se bajaron en Boyacá, en la casa de Reyes.
Frente a un Cristo que tenía se arrodillaron a orar. Reyes le ofreció aguardiente a Alfredo, se tomaron un sólo trago. A ninguno de los dos les gustó, tenían la adrenalina tan alta que no necesitaban de más.
Cuando Alfredo llegó a su casa, la mujer lo estaba esperando.
Le preguntó dónde había estado, si se había ido para el monte o qué había pasado. Alfredo le respondió que había estado en una reunión, que luego le contaba.
En esas salió él, su hijo, al que le había encargado la familia por si no regresaba, al único que le había contado para donde iba y al único que le había confiado la misión de no hablar mientras él no estuviera. Es poco afectivo, pero cuando vio a su padre de regreso, su cara se puso colorada y las lágrimas inundaron su rostro.


Tomado del libro
Entraron a la Casa
Escrito por:
Natalia Morales y Julián Gómez

jueves, 23 de abril de 2020

SIN DIOS Y SIN LEY




Quedamos sin ley aquí, ya ellos eran los dueños y
señores. Nosotros no sabíamos de quién se trataba
aunque teníamos sospechas, porque acá en el pueblo la gente se conoce. Ellos bajaban de civil y por la noche creían controlar las reglas del municipio. No dejaban trasnochar a la gente y el pueblo después de las seis de la tarde parecía un pueblo fantasma.
Una vez yo venía de allá del barrio Boyacá, venía toda en jean y, como siempre, rezando el santo rosario. En ese tiempo casi no había carros finos en Silvia y la gente tampoco los utilizaba porque era peligroso. Aun así, ya reconocíamos algunos trooper que hacían parte de la guerrilla.
Cuando yo venía por la iglesia los escuché, me adelantaban una cuadra, paraban y esperaban a que yo siguiera, como tratando de identificarme. Así lo hicieron hasta que llegué a mi casa, aproximadamente a quince minutos de recorrido.
Como el trooper ese iba despacio detrás de mí, yo decía en silencio: “Dios mío, cúbreme con tu santísima sangre”.
Es muy difícil y traumático sentirse perseguido. ¿Acaso la vida no vale nada?
Iba por el colegio Perpetuo Socorro, bajaron el vidrio y entonces un negro me volteó a ver, me analizó bastante, pero al final como que se dio cuenta que no era a mí a quien buscaba. Yo no sé por qué me confundían, y no era la primera vez ni solamente ellos, también la policía.
Siempre me ha gustado usar botas brama y yo soy bastante grande, tal vez por eso.
Ese día me iba para Popayán pero necesitaba sacar unas fotocopias, entonces le dije al conductor que me recogiera allí. Cuando salí la policía estaba en el parque y ellos eran todos de otra parte porque estaban recién llegados, ellos me vieron con asombro pero no dijeron nada. Llegamos a Piendamó y la policía de allá nos paró.
Era una requisa, me pidieron papeles, me abrieron el
bolso y me hicieron unas cuantas preguntas. Lo curioso de la situación fue que a la única que requisaron fue a mí.
Después en el viaje me cogieron de recocha diciéndome que en qué pasos andaba.


Tomado del libro
Entraron a la Casa
Escrito por:
Natalia Morales y Julián Gómez

martes, 21 de abril de 2020

A MI SILVIA NO ME LA TOCAN

Soy Henry Morales, tengo cincuenta y dos años, soy
comerciante, vivo en Silvia en el barrio El Centro y mi
vida es trabajar en una droguería y pintar.

Silvia fue un pueblo excelentemente turístico, de mucha tranquilidad, su atracción no era la infraestructura hotelera, ni tampoco los sitios artificiales, sino su propia naturaleza, su misma geografía, su ambiente y su propio paisaje. Eso atraía a mucha gente, les ofrecía una maravilla natural prácticamente intocable y ese era uno de los atractivos más importantes porque el lugar expresaba mucha paz y mucha belleza.

Las comunidades indígenas que aún conservan sus
costumbres, sus atuendos y sus lenguas, hacen que
sea otro atractivo para las gentes y sobre todo si son de otros continentes. Silvia se caracterizó por ser un pueblo cosmopolita, llamémoslo así, empezando por las migraciones judías que inicialmente se tuvieron, más o menos de los años sesenta a los setenta, donde casi un 90% de los visitantes eran de origen israelí o de origen palestino.

Aunque venían de una zona de conflicto en el Medio
Oriente, aquí confluían y se unían los dos pueblos y se vivía en una paz muy agradable. Yo particularmente viví esa época como niño y como adolescente también porque yo fui tutor y les ayudaba a los hijos de ellos a repasar sus tareas en lo que respecta a las áreas de matemáticas, biología e inglés.

Luego viene en el año sesenta y ocho un Woodstock
pequeñito, aquí en Silvia, donde se hizo un concierto de todos los hippies de Colombia, incluso de Suramérica. Aquí hubo un epicentro de mucha paz, mucha marihuana y mucha música, pero el mensaje era la paz, el mensaje era el amor, era una época de gloria. Como niño me parecía que esto era muy lindo, muy agradable y las personas que venían me parecían muy especiales, muy espirituales, muy llenas de amor y desinhibidas de cosas materiales.

Posteriormente el pueblo se fue dando a conocer a través de unos folletos que tenían los americanos y todas las personas que salían de la guerra de Vietnam, que en ese entonces eran como los lisiados psicológicos que habían venido de semejante guerra tan cruel. Aquí venían a hacer terapia y venían  orientados por una guía en la que se decía que Silvia
era un ‘polo de descanso’, en esa guía figuraba un famoso restaurante del pueblo que se llama La Parrilla.

Yo tuve mucho que hacer allí, porque dentro del poco
inglés que hablaba, me buscaban para que fuese el guía y también para que saliera en correrías con ellos. Me gustaban sus locuras, el hipismo y la vaina. Salíamos y era definitivamente muy, muy agradable este pueblo, definitivamente un ambiente muy rico. Para los colombianos, sobre todo para los vallecaucanos, este era el paraíso, aquí era como la sexta pequeñita, se veía todo tipo de carros y moda, porque aquí no había violencia, aquí no 
había inseguridad y todos compartíamos con todos y 
eso era una mezcla muy buena, muy armoniosa.

El turista traía dinero y venía a buscar su diversión y
también venía a buscar su descanso espiritual y emocional; y el original, el habitante silviano, el indígena, también se beneficiaba de eso. Los niños, por ejemplo, en sus vacaciones llevaban las riendas del caballo que habían alquilado a los turistas. No había miedo a secuestros, a extorsiones o a que hubiese robo o vandalismo.

Desde allí empezaba la industria, desde la casa. El niño que salía a vacaciones, salía a voltear, se ganaba sus pesos, llevando de la brida del caballo al hijo del turista o inclusive siendo guía dentro del mismo pueblo a otros turistas. No era una profesión definida ni había guías turísticos sino que era un brote espontáneo de la misma tranquilidad y de la
misma afluencia pública, del público hacia Silvia.

El conflicto se oía muy lejano, se oía hablar de la violencia casi que a través de los abuelos; primero de la violencia de los años cuarenta y cincuenta, esa violencia de los partidos de los godos y de los liberales; posteriormente se oía hablar mucho del ELN, de sangre negra, de los hermanos, que eran
muy sanguinarios, pero era más miedoso hablar del ELN que de las FARC.

Se oía mucho hablar de Tirofijo, incluso de que se la pasaba en Inzá, Belalcázar y río Chiquito en el Huila. Se decía que él era como el Robín Hood de la época, pero en este caso de los campesinos, no tenía esa connotación violenta sino que era como si fuera el más berraco de todos nosotros, es decir el que se arriesgó a coger las armas para no dejarse joder ni dejarse quitar las tierras, concepto con el que uno
en ese entonces comulgaba.

Yo fui uno de los de izquierda pura, ese concepto nos
parecía bien, era un movimiento ideológico, uno oía hablar de la chusma, de los chusmeros, de los bandoleros. Y el cuento era que por aquí pasaron y pasaron a caballo, pero uno se imaginaba a un chusmero todo zarrapastroso, violento, borracho, no con ideas.

Ser de izquierda en ese entonces era ser ANAPO y gustarle mucho Gustavo Rojas Pinilla. Rojas Pinilla era el Ché Guevara de Colombia porque los abuelos sentían que ellos habían sido Anapistas, hasta cuando el fraude ese de las elecciones que le roban. Cuando lo van a elegir de nuevo, ya sale el M-19 y empieza a hacer cambios políticos. El ejército para uno era miedoso porque los soldados eran los que tenían
las armas y eran igual de brutos, igual de violentos que los que decían eran de izquierda y la policía se mostraba terrible porque era como los chulavitas de antes.

Había una represión muy tenaz, represión brutal, de bolillo y de bala, no había una contraposición ideológica ni nada de esas cosas. Si sos de la izquierda te perdés, te desaparecés o te matamos y se acabó el cuento, eso era como querer aplastar las cucarachas sin razón alguna.

Antes y en esa época que está compaginada con la belleza que les estoy contando de lo que era Silvia, se llevaba en el país y en Suramérica la revolución de ese tipo, o sea ideológica. En literatura, por ejemplo, se oía hablar de un autor que lo consideraban muy tenaz y era Vargas Vila. A uno lo invitaban a que leyera sus libros porque la iglesia lo había censurado y a uno le tocaba leerlos por debajo de cuerda.

La violencia doméstica aquí no tocaba, se pensaba que Silvia era intocable, Silvia era como la joya de la corona para todos, parecía que la izquierda, los guerrilleros, habían hecho un pactito de que Silvia no se tocaba y en el fondo se sabía que Silvia pertenecía al M-19. Primero había pertenecido al ELN y el ELN se desplazó y Carlos Pizarro Leongómez había dicho que a Silvia no la tocan. Él se sentaba allá arriba, en una loma de esas de arriba y decía: “que pueblo tan hermoso, a mi a Silvia no me la tocan”.

Uno se imaginaba que un tiro era como sonaba en las
películas, los únicos tiros que uno oía eran los de las
películas, yo nunca había oído un tiro jamás, pero ahora desde niños los silvianos ya saben qué es una bala, qué es una bomba y aprenden a identificar los sonidos. Desde allí empieza el cambio de la realidad, el sonido, porque el sonido imprime miedo, imprime desazón, imprime una angustia tenaz, empieza a resquebrajarse todo lo que hay en Silvia, absolutamente todo.

La primera vez que sonó un tiro, uno no sabía ni qué hacer, ni cómo defenderse, uno se imaginaba que el techo se iba a abrir y que eso no lo iba a proteger a uno. Lo primero que nosotros hicimos fue meternos debajo de una alfombra con nuestros hijos, allí donde nos cogió, no cerramos puertas ni nadie cerró nada.

La gente empieza a correr despavorida y muchos, por
paradoja o por desconocimiento del tema, prefieren antes de ir a sus casas, correr hacia la estación de policía.

Eso era lo más increíble, la conducta se vuelve errática, impresionante, los policías disparándole a lo que se mueva y allá sonando unos tiros. El miedo más atroz, ¿quién será que está disparando? Uno se imaginaba a unos tipos barbudos que iban a venir a romper las puertas y a llevarse a las mujeres y a violarlas como en las películas, cortarles la cabeza a los niños y a uno también llevárselo con ellos.

Eso la primera vez, porque ahora uno no piensa, en ese momento uno se orina, no tiene palabras, los labios y la boca se resecan y el sentido de conservación es el que prima; porque uno busca un lugar donde no le caiga una piedra, donde no le caiga una bala, se siente más miedo que cuando tiembla la tierra y con eso le digo todo. Cuando pasa la primera vez uno no sabe ni qué hacer, la segunda uno ya va como asimilando, la tercera toma y la cuarta se
pueden identificar mejor, y ya la última uno ya no le da miedo sino una piedra la berraca.

De un tapete de paz, de un tapete de convivencia, de un tapete polifacético, de un tapete cosmopolita, ya no quedaba nada; se quebró totalmente todo eso y se volvió añicos, se fue todo para la mierda, llamémoslo así. 

Después de esas bombas y después de todo eso, hubo un fraccionamiento social, político, religioso, psicológico, espiritual. A Silvia la desbarataron ciento por ciento y la volvieron nada.




Tomado del libro
Entraron a la Casa
Escrito por
Natalia Morales
Julián Gómez

sábado, 18 de abril de 2020

ONCE

Cuando nos damos cuenta estamos en una habitación.
Todo ha sido muy rápido y muy temprano, nunca
había pasado tan temprano, casi siempre es después de
las diez. Y ahora suena como si estuvieran dando patadas
a la puerta.

––Mamá, le están dando patadas a la de allá, a la del patio.

Primero son golpes fuertes, como si quisieran que les
abriera. Nadie les va a abrir, nadie es capaz de salir del
escondite elegido y menos con lo que está sonando. Ahora,
ahora son golpes como patadas, puñetazos que le dan,
están desesperados por entrar.

––Mamá, yo me voy a asomar. Mamá, es gente del cabildo.

La casa colinda con el cabildo de Quizgó, por el patio se
puede pasar para acá, la pared entre las dos casas es muy
bajita, cualquiera puede pasar colocando un asiento.

––Mamá, es alguien del cabildo. Como don Chon se pasó,
entonces es alguien del cabildo que también se pasó y
quiere que le abra.

––¡No! Allá atrás hay cuartos y camas, déjenlos que duerman allá, no vaya a abrir, déjelos.

Pero ellos siguen golpeando desesperadamente, quieren
entrar. Golpean duro. ¡Pum! una patada, empujan la puerta.
La abren a la brava. Se entran a la casa.

––¡Qué tal esos indios! a la brava me abren la puerta.
––Mamá, me voy a asomar.

Me subo a la cama de la habitación para asomarme por
los huequitos que tiene la puerta en la parte de arriba, en
conjunto forman un círculo y la luz que entra por ellos
rebota en la pared de enfrente. Una mujer vestida de militar
con el arma. Tiene una cachucha y una cola de caballo
formada por su pelo teñido de rubio en algún tiempo, pero
que ahora se torna naranja, en parte por el sol y la lluvia y
en parte porque hace mucho no se aplica el tinte.

––¿El ejército?, ¿qué hace metido en mi casa?
––Mamá, no es el ejército, es la guerrilla. ¡Mamá, se nos
entró la guerrilla a la casa!
––Dios mío pero, ¿por qué mi casa?, ¿por qué a mí?

No entiendo lo que pasa, hace tiempo que no lo entiendo.
No entiendo por qué la guerra de unos se convierte en la
de todos y me hace parte de ella. Y yo sin ningún arma.
Mi cuerpo únicamente tiembla, mucha adrenalina, mucho
miedo, mucho instinto de supervivencia.

––Mamá, la guerrilla. Mamá, metámonos debajo de la cama
porque ¡se entraron!

Está la muchacha, pero entra más gente, más muchachos.
Son bastantes. Entran y entran. Se toman la casa. Quién
sabe qué vaya a pasar. Qué raro todo esto. ¿Por qué mi casa? Por estar cerca de la policía nos toca todo esto y pensar que hace algún tiempo era el mejor lugar donde podría estar ubicado el hotel.

––Mamá, metámonos debajo de la cama.
––No, porque debajo de la cama es lo primero que buscan.
Metámonos al baño.

Los tiros se escuchan, la balacera continúa, suena una
explosión durísima. Se va la luz. La primera pipa. Sí, esas son pipas. ¡Dios mío! Eso suena durísimo, suena tan duro que lacal de las paredes empieza a caerse, como que se desmorona.

Empujan la puerta. Se escuchan voces. Chon le había
alquilado a los policías, decían que de pronto venían por
Chon. ¡Ay, Dios mío! Vienen por Chon. ¿Por qué mi casa, si
vienen es por Chon? Saben que Chon se pasó aquí a mi casa.

––Mamá, vienen por Chon. 

¿Y Diana?, yo no sé dónde quedó Diana. ¿En qué cuarto
estará? Mis hijos también tienen que aguantarse esto ¡son
niños, por Dios!, ellos no tienen que pasar por nada de esto,
ellos no tienen que ver, ni escuchar, ni sentir, ni siquiera saber lo que es un disparo, lo que es una explosión, lo que es un asesinato. Son niños, ellos no tienen por qué vivir esto.

––Mamá, si vienen por Chon, que no vayan a matar a
Chon aquí.
¿Y Diana dónde habrá quedado? Que Diana no vaya a ver.
Que Diana no vea todo eso. Pobrecita, ¿dónde estará? Que
no le vaya a pasar nada a ella. Dios mío protégela, que no
la vean. Y que ella no vea un muerto, que no vea como
matan a Chon.

––Ya no podemos salir.

Hay voces que hablan y hablan. ¿Será que hablan entre ellos?

Alex dice: “somos civiles, somos civiles, no nos disparen”.
Sacan a Alex del cuarto de atrás. Todos debimos estar en
un sólo cuarto. Alex se metió a un cuarto, doña Consuelo
y Chon se metieron a otro cuarto, y Diana y Andrés, a
otro. Quedamos todos esparcidos. Revisan los cuartos y
los sacan a todos.
Nosotras estamos en este cuarto de acá adelante, somos
las últimas.
Llega el ‘paisita’, es como paisita. Abre la puerta, revisa
primero debajo de las camas, no ve nada, desde la puerta
del baño estamos viendo todo lo que él hace, no nos ve,
mi mamá tenía razón, debajo de la cama es lo primero que
revisan. Y ¿por qué no entra al baño?, no ve la puerta. El niño empieza a moverse, hay mucha bulla. El niño va a empezar a llorar, “cállalo, cállalo”, dice mi mamá. Lo muevo, lo muevo y lo muevo. No nos siente. Cierra la puerta y se va.
Viene Rosita y con una voz tan suavecita como su personalidad, una voz tan delicada como su delgada figura y tan dulce, tan tranquila, tan fina como su estatura, dice:
“Nancy, necesitan al dueño del negocio”. Rosita pretende
que yo salga, yo no voy a salir, yo no tengo por qué salir.

––Diga que no estoy...
––Nancy, no nos van a hacer nada, ellos dicen que no nos
van hacer nada, salga.
––Pues sí, salgamos ––dice mi mamá.

Al paisita lo regañan, le dicen: “¿No que ya habías revisado?,
¿no dizque no había más gente?”. Claro, error del paisita al no revisar el baño, tan bobo, no revisó el baño. Pero bueno, al fin y al cabo nos encuentran y nos sacan de nuestro escondite.

Nosotras salimos y él está en el patio. Es un señor grande,
gigante, con una barba larga, yo no sé quién es, en todo
caso con un arma ahí, colgada al hombro. “¡Ah! No es dueño, es dueña”, dice. No puedo hablar, tiemblo tanto. “¿Dónde están los policías? A mí me dijeron que aquí comen y viven los policías”. Qué susto, estoy temblando, mi mandíbula tiembla, me sale un ”No”.
Mamá como es más temperamental, muy segura y con mucho carácter le dice: “como ya se adueñaron de la casa, y ya están aquí adentro, pues esculquen a ver si los encuentran. Si les dijeron que aquí están, busquen a ver si los encuentran”.
Ese señor se voltea, mira a mi mamá a los ojos, es tan alto
que el arma que tiene terciada en el hombro le apunta muy
cerca y el cañón queda justo a la altura de la cabeza de mi
mamá. Ella se da la vuelta y se ubica detrás de mí.
––¡Ay no! esto no es conmigo ––dice mi mamá.
––Sí señora, tiene toda la razón. Vayan, esculquen, revisen
todo.

Levantan todo, camas, colchones, quitan las cobijas de las
camas en cada uno de los cuartos del hotel. Desbaratan
todas las piezas. En cada habitación del hotel revisan, en
los baños, en la cocina, en el garaje, en los patios y en
cada parte revuelven todo y desorganizan, como si alguien
se pudiera esconder detrás de un cuadro o debajo de una
mesa en pleno patio.

––Bueno, esto queda entre familia, el pleito es con la policía,
no con ustedes. Nosotros no les queremos hacer daño,
busquen un cuarto y quédense todos allí ––dice el grandote.

Mientras esperamos, ellos entran cajas de cerveza, muchas,
por montones. Yo alcanzo a ver que en las cajas hay balas.
Además hay como unas latas de sardinas negras grandotas.
No sé para qué las utilizarán, creo que son las municiones
para el ataque. Pero lo tenían todo bien planeado. Mi casa
queda en la carrera tercera, la misma donde está ubicado el
puesto de policía, mi casa queda casi en la esquina diagonal
a la estación, mi casa tiene portones grandes, cada entrada
tiene dos puertas casi de un metro y algo, a mi casa se
puede entrar fácilmente por el colegio de las monjas y
por las casas que colindan por detrás, mi casa es el punto
perfecto para un ataque hacia la policía.

––¿Señores y es que ustedes se piensan quedar mucho
tiempo? ––pregunta Alex.
––El tiempo que necesitemos ––responden.
––¿Y es que acaso son días?
––Si necesitamos dos o tres días entonces nos quedamos
dos o tres días ––dicen.

***

En la tarde, yo pensaba en que el día había transcurrido
común y corriente. Visité a Teresa que estaba enferma, fui
un ratico y me regresé, llegué acá como a las cinco de la
tarde. Después llegó mi mamá: “Me vine porque estaban
abriendo los huecos para el alcantarillado, eso me hizo
doler los oídos, el ruido me tenía aburrida allá”, dijo.
Luego llegó mi hermana Jenny, que estaba en embarazo,
ya con ocho meses. Después llegó Andrés, muy enojado
porque estaba aprendiendo a jugar billar en la estación y un
policía lo sacó porque se hizo de noche y era peligroso, lo
sacó a él y a quince muchachos más de la estación.



***

No hay luz. Lo que uno ha preparado para momentos
como esos, las velas y todo ese cuento, mentiras, uno ni se
acuerda donde quedó todo.
Empiezan a sonar las pipas otra vez, eso parece que el
techo se nos va a caer encima. Chon dice: “yo me meto
debajo de la cama”, y se fue a meter y no cupo. Me
regaña: “usted porque tiene estas camas tan bajitas, uno
las hace bien altas”. Rosita, como es tan delgadita, sí llega
y ¡chin! se mete debajo de la cama. No va salir en toda
la noche. Chon se mete en ese espacio que hay entre la
cama y la pared, corre el colchón de la cama y se tapa.
Doña Consuelo sí se mete debajo de la cama con Daniela.
Jenny baja una colchoneta y se mete debajo de la mesa
con Alex. Mi mamá y yo nos quedamos encima de la cama
porque qué más hacemos. Mi mamá no cabe debajo de la
cama, yo tampoco y menos con el bebé. Diana y Andrés
se hacen al lado mío.

Mi mamá coló el café. La balacera empezó. Un tiro, dos
tiros, tres tiros.

––¡Ay no! Pero tan temprano.
––Cierre la puerta de la calle ––me dijo Jenny.
––No, yo no soy capaz de ir a cerrarla ––le respondí.
––Si usted no la cierra, la cierro yo ––dijo ella.
––No pues, perate yo voy ––contesté.

Yo me sentí obligada porque no quería ir. Era un martirio
para mí pasarme ese patio tan grande con techo de vidrio.
Me daba mucho miedo, pero bueno, ya qué podía hacer.
Me pasé como pude y cogí el palo de la escoba y para no
acercarme como mucho a la puerta la cerré como pude y
cuando ya estaba así, medio cerrada, puse la tranca.

––Andrés hágame el favor y me cierra la puerta del patio
––le ordené.
Volteé a mirar y Rosita venía caminando hacia mí, y me dijo:
––Doña Nancy, la necesitan en la cocina, hay un señor que
la llama.
––Como así ¿hay un señor en la cocina?, ¿quién me puede
llamar?
––Nancy, déjeme bajar, déjeme bajar, déjeme pasar ––me
dijo Chon.

En los afanes de ayudarlos traje la escalera para que se
bajaran. Se bajó Chon, se bajó Alex, se bajó la niña Daniela,
se bajó doña Consuelo y por último se bajó doña Esmeralda.
Se habían pasado por una claraboya de la casa de Chon y
el techo de esa casa colinda con el mío. Como mi casa es
antigua, el tamaño entre el techo y el cielo falso es bastante
amplio y cabe perfectamente una persona arrodillada, lo que
no entiendo es cómo ese techo tan viejo aguantó con tanta
gente, si algunos de ellos pesan más de ochenta kilos.
Cuando bajé la escalera de la parrilla, miré y no había nadie.
Todo el mundo se fue. Me dejaron sola, nadie me esperó.

––Mamá. Mamá. ¿Mamá?
––Estoy acá.
––Yo pensé que me estaban esperando.
––Estoy aquí en la pieza. ¡Usted qué hace sola! ¿Y el niño?

El niño se había quedado dormido en mi pieza. Que susto
ir para allá. Otra vez me tocó atravesarme ese patio tan
grande, ¿ahora cómo hacía para pasar? Me daba miedo que
cayeran las balas que solían caer por el techo del patio
cuando había tomas. Menos mal no se había despertado
Sebastián. Lo cogí en la cobija térmica, lo envolví y bajé al
escondite donde mi mamá estaba.

***

Son las 11 de la noche y estamos todos en silencio. Todo se
calmó. No suena el radio. No se oye nada. Todo está como
quieto. Una quietud de tanto miedo. Y Sebastián empieza a
llorar. Él tiene ocho meses. Llora y llora, entra uno de ellos:

“¿Qué le pasa al bebé?”, pregunta.
––Debe tener hambre, ¡imagínese! toda la tarde y parte de
la noche sin comer.
––Póngale el seno ––me dice.
––Yo no le doy seno. Tengo que ir a buscar la leche y el tetero.

A esta hora pa' preparar uno leche y ¿con qué agua?
Tantas cosas que pasan en un minuto. La vida da muchas
vueltas y cambia en un instante. Mañana ¿cómo será esto?
¿cómo será mi vida mañana y la de mis hijos?, y ¿esa
pobre gente que vive al lado de la policía?, y ¿cuántos
muertos habrá ya?

––Rosita, ¿usted de pronto dejó algo en la cocina?
––Sí, yo dejé una olla de agua de panela.
––No, pero yo tengo que ir a buscarle el tetero, ir a buscar
la leche para el niño.
––Camine yo la acompaño–– me dice el guerrillero.

Ellos con linterna, yo buscando la leche, buscando el tetero,
aprovecho y saco los pañales. Una voz que proviene del
radioteléfono se escucha entrecortada, pregunta: “¿todavía
llora el bebé? ¿todavía llora el bebé?” Y le responden: “no,
ya le van a dar comida para que no llore”.

Él me acompaña todo el tiempo que estoy fuera de la
habitación. Oigo la voz de Diana: “mamá, yo tengo mucho
frío, quiero ir a traer más cobijas”. Le mandan a otro
joven para que la acompañe. Diana y Alex van a traer a
otro cuarto colchones y cobijas. Ellos les ayudan a pasar
almohadas, les ayudan a pasar todo. Mientras el muchacho
le recibe las cobijas a Diana, ella, de la rabia que tiene
o del miedo, no sé, se las tira y él lo único que hace es
sostenerse y aguantar.

Con el agua de panela fría le preparo el tetero y se lo doy.
Se lo toma todo. Él no lo toma frío, pero esta vez se toma
ese y se toma otro más. Le cambio el pañal. Empieza a decir:
“mamá, papá, tete”. Suelta la lengua el muchachito del susto.
Cuidando la puerta de la habitación hay un joven. Tose
mucho. Mi mamá dice que tiene picados los pulmones.
Tose, tose y tose. Ya son las tres de la mañana, sentimos el
olor a alcohol. Alguien le pasa alcohol para que huela. Ha
estado toda la noche parado en la puerta y no deja de toser.

***

Dios, ¿no han parado esto todavía?, ¿hasta cuándo
irá a ser?, ¿cuándo se van a calmar?, ¿cuándo se irán?,
¿cuándo nos dejarán tranquilos? Son tantas preguntas sin
responder, ¿quién sabe qué vaya a pasar?, ¿quién sabe
qué esté pasando afuera? Aquí todo es tinieblas, miedo,
angustia, desesperanza.

***

Eran como las doce pasadas. Se oía el traqueteo del avión
fantasma. Se escuchaba más movimiento. Corrían para un
lado, corrían para el otro. Hirieron a una muchacha, lloraba
y lloraba: “¡Me hirieron mi brazo, mi brazo!”, gritaba con
tanto dolor. Le taparon la boca con algo. Le dijeron: “usted
no puede llorar, no puede gritar”.
Nos pusimos un colchón encima que porque el colchón
no dejaba entrar las balas. De pronto nos pasaba una
bala. No aguantamos más de media hora. A veces
se escuchaban las balas cerquita, cerquita. A veces se
escuchaban más lejos. A veces la explosión se oía cerca.
A veces más lejos.

***

––Dios mío, yo me tengo que tranquilizar. Doña Esmeralda
¿usted no tiene miedo?
––Mija que pase lo que ha de pasar, que me maten.
––Lala, yo tengo mucho miedo, yo tengo mucho susto.
––No mija, pero miedo de qué, no, tranquilícese.
Yo la miro y la veo tan tranquila. Pero, ¿yo por qué tengo
tanto miedo y ella tan tranquila?, tengo que tranquilizarme,
me puede dar algo, me puedo morir del miedo que tengo.
––Después de la muerte de mi hija, que pase lo que tenga
que pasar ––dice Lala.
Me tengo que tranquilizar. Yo me tengo que tranquilizar. Mi
boca tiembla mucho. Pero, siento que por dentro el corazón
se me quiere salir, está a mil revoluciones.

***

––¡Ganamos, ganamos, ganamos!–– gritan.
Nosotros preguntamos ¿qué se ganaron? Nos quedamos allí
toda la noche, hasta las cinco de la mañana. En medio de
tanta balacera, Sebastián a veces lloraba un poquito, a veces
se calmaba. A veces se dormía un ratico y cuando intentaba
dormirse las explosiones lo despertaban. Él lloraba cuando
oía la explosión y volvía y se calmaba.
Uno de ellos abre la puerta. “Todo ha pasado, ya todo está
en calma”, nos dice. Mi mamá de la rabia cierra la puerta. Él
vuelve y la abre para decirnos que ya terminaron. Mi mamá
vuelve y cierra la puerta.
Alex, el hijo de Chon, dice: “yo quiero salir a ver”. Mi mamá
le responde: “no, no salga hasta que no vea la luz del día”.

––¿Por qué? ––pregunta él.
––No, qué tal haya muertos, ¿usted va a ir a pisar los muertos
o qué? ––le responde.

Me imagino que de mi pieza para acá no hay casas, porque
con cada explosión sonaban los vidrios.

Mi mamá dice: “No, yo no quiero ir a pisar los muertos y
nadie sale hasta que no veamos la luz del día”. Uno cree
que no ha quedado absolutamente nada, que todo está
destruido, que lo único que hay es sangre y muertos por
todas partes, que su escondite, su pedazo de pieza donde
ha permanecido toda la noche es lo único en pie.

No volvemos a oírlos, la casa queda en silencio. Alex insiste
en salir. Ya son como las cinco y media. Mi mamá dice:
“vean bien dónde vamos a pisar”.

A la casa le vaciaron baldes de tierra. Un polvero horrible,
pedazos de caña, de madera, de teja. De la reja a la puerta
no se ve el piso, es un tapete de vainas de balas. Las puertas están abiertas de par en par.




Tomado del libro
Entraron a la Casa
Escrito por
Natalia Morales
Julián Gómez